IV.Los pies del cobarde: El vaso roto sobre la acera
 

                                                                                        Fotografía de Anka Zhuravleva
 

¡La manzana!, exclamó el escritor al borde de la ventana, donde apoyaba rendido su cuerpo, delgadísimo, devorado por las noches de insomio. Un final infantil para una muerte inesperada y no resuelta, no está mal, murmuró. Algo mediocre, quizá. No importa -se dijo a sí mismo- y se dispuso entonces a continuar la historia inconclusa de aquel envenenamiento improvisado, que -con resultado de muerte instantánea junto al espejo- Betina había protagonizado en páginas anteriores.

Mientras, ella lo escudriñaba desde el otro lado y expulsaba por la boca, a borbotones, el humo de un tabaco negro nada habitual en aquella zona del sur de Italia. Un tabaco inglés idéntico al que él fumaba, compulsivamente. El humo se hacía cada vez más espeso, denso como una amasijo de opacidades contra la atmósfera, hasta el punto de quedar suspendido en el aire sin más movimiento que el del leve vaivén resultante del propio aliento de Betina y, deshaciéndose ingrávido y levitante en mitad del callejón, como una madeja de lana vieja. Los dedos del escritor golpearon entonces las teclas del portátil a una velocidad inusitada que hizo resonar el plástico de su tránsito, cada vez más rápido, en el silencio de la noche. Mientras tanto, Betina fijaba sus ojos en él, insistentemente. Primero en su pelo rubio y desordenado, después de arriba hacia abajo por toda su espalda y, finalmente, fulminantes, contra su nuca indefensa. Sin lugar a dudas, en mitad de una noche tan inescrutable como aquella hubiera podido, sin pretenderlo, pasar desapercibida; sin embargo el extremo último de aquella inquietante mirada, era en realidad tan sólido y afilado que se dejaba sentir contra la propia carne del escritor con la nitidez y el espasmo de un alfiler arañando el vidrio.

Una vez más éste se llevo la mano a la nuca tratando de aliviar así el dolor intenso que los ojos de Betina le infligían justamente ahí, en aquel punto vulnerable, reivindicándole sin pausa una atención incomprensible que él, pese al retorcimiento habitual su mente y, una vez descartada la opción del remordimiento, interpretó ingenuamente como un mero síntoma de cansancio. Y es que, si había algo que no le robaba ni un segundo de su silencio, era el remordimiento por haber haber huído aquella noche del apartamento de Betina sin prestarle auxilio, y no dejando allí más rastro de sí mismo que un cigarrillo flotando en el agua de un vaso. Menos aún todavía, teniendo en cuenta que aquel cigarrillo descabezado difícilmente podría delatarle.

El silencio de la noche permanecía intacto, tanto que era difícil darse cuenta de que el tiempo seguía su curso, implacable, en lugar de haberse detenido allí, definitivamente y para siempre. Contra la superficie cóncava de la enorme copa de vino, tiritó de pronto una pequeña y minúscula luz que definía contra el vidrio el diminuto y lejano reflejo de lo que a todas luces se asemejaba al torso desnudo de una mujer incorporada sobre la cornisa de una ventana, o al menos, eso fue justamente lo que el escritor, estupefacto, creyó ver. Pasaron dos, tres, cinco segundos, hasta que se atrevió a girarse, y corrió hacia la ventana para cerciorarse de que no era Betina quien estaba allí. Pero sí, efectivamente era ella.

El escritor quedó paralizado. Ni siquiera el estallido de cristales con que la copa quedó derramada sobre el asfalto al caer de sus manos, consiguió que sus ojos se apartasen de los de ella. Aunque esta vez, muy a su pesar, no ejercieran papel dominante alguno, pues Betina irradiaba un aplomo aplastante y solemne, y lo miraba con tal severidad, que era como si con la vida, la muerte le hubiera arrebatado también ese temor tan característico suyo al que el escritor estaba tan acostumbrado.

Cuento publicado en el nº12 de la revista Ágora