I. La mujer desnuda frente al espejo

     

                                                                                                    Fotografía de Anka Zhuravleva

"Las luces del carnaval arrancaron del silencio un ruido de cascabel que cayó entre nosotros. Rottweil, amilanada bajo la lluvia, depositaba contra las piedras brillantes de sus calles solas, algo parecido a una muerte previa: tiempo que se resistía a transcurrir y que se aferraba a la tarde con la dureza de un clavo contra la madera. 

De pronto, me sentí vigilada atravesando el hueco sordo de la puerta negra. Examiné mis manos, angostas y frías, surcadas de venas prominentes que reivindicaban su edad auténtica, a pesar de mi aspecto infantil. 

Intenté calentarlas, esconderlas bajo mi ropa, y fue justo entonces cuando me descubrí desnuda bajo la figura de un caballo blanco contra el yeso descarnado de una fachada verde. No tenía ropa y tampoco sentí frío, solo incertidumbre y dolor en las palmas de mis manos.

No logré entender cómo había llegado hasta allí, ni tampoco, porqué razón  nadie podía verme."

Así comenzaba la primera página del diario de notas, que Betina había encontrado sobre la repisa de mármol de la ventana. Lo había leído otras veces. Quizá algún esbozo de relato de su padre, solía pensar. Un relato extraño, inquietante de principio a fin, que, sin embargo, podía sentir en aquel momento como una extraña premonición. 

Sus manos levemente azuladas se abrieron como dos flores huesudas, se extendieron lentamente y volvieron de nuevo al puño. Todavía quedaba un rastro de perfume masculino y una colilla de tabaco negro que flotaba, descabezada, en el agua de un vaso. Sin duda, él había estado allí. ¿Pero cuándo?. Miró el reloj del salón, el reloj de pulsera que colgaba de su muñeca derecha, el reloj de latón verde sobre la chimenea. No cabía duda, eran las 3.15 de la madrugada. Esa era la única certeza de la que podía presumir en aquel momento, pues por lo demás, no recordaba nada de lo que había hecho en todo el día.

Era su casa, sí. La casa roja de la calle Mayor que heredó de sus abuelos cuando era tan solo una adolescente. Eso también estaba claro. 

Inspeccionó la casa con cautela, una por una todas las plantas, incluídos la buhardilla y el sótano. La sordera le impidió percatarse de ese piano estridente que acuchillaba el silencio desde el tocadiscos del dormitorio. Aunque sí pudo ver girar el vinilo desde la puerta contigua. Se dirigió hacia él. La luz estaba encendida. Las ventanas abiertas, y un aire metálico elevaba las cortinas a la altura de la cama. Betina se detuvo entonces contra el espejo. Sus ojos endurecieron como dos piedras, y de no haber sido por la inmovilidad que en aquel momento se apoderó por completo de sus sentidos, habría gritado sin duda al ver a aquella mujer que yacía desnuda y, con un rostro idéntico al suyo,  junto al espejo.